por Élder Neal A. Maxwell
Este discurso se dio en la conferencia anual número veintiséis de educadores religiosos del Sistema Educativo de la Iglesia, el 13 de agosto de 2002, en la Universidad Brigham Young.
La educación religiosa de nuestros jóvenes y jóvenes adultos en nuestros seminarios e institutos de religión, nuestras escuelas, escuelas superiores y universidades de la Iglesia, es uno de los programas más eficaces y productivos de la Iglesia.
Aunque el deber de ustedes es servir a la “nuevas generaciones”, confío en que su deber se haya convertido en su placer. Gracias, ¡desde lo más profundo de mi corazón! Y gracias también al hermano Randy McMurdie, que ayudó tanto con los arreglos de las ayudas visuales especiales.
Quiero agradecerle al Profesor Eric G. Hintz de la Universidad Brigham Young, astrónomo observacional, por sus sugerencias tan útiles y sustanciales en cuanto a estos comentarios. Por medio de él, he tenido el placer de tener conocimiento del creciente número de alumnos Santos de los Últimos Días que están estudiando astronomía y astrofísica avanzadas. Para ellos y para todos nosotros, estas palabras de Anselmo constituyen un buen consejo: “Creer a fin de entender”, en lugar de “Entender a fin de creer”.1 Yo, y sólo yo, soy responsable de lo que digo. Mi tema es “El Cosmos de nuestro Creador”.
Suplico la ayuda vital del Espíritu al hablarles como Apóstol y no como astrofísico. Como testigo especial, hablaré del testificante universo: “Las Escrituras están delante de ti; sí, y todas las cosas indican que hay un Dios, sí, aun la tierra y todo cuanto hay sobre ella, sí, y su movimiento, sí, y también todos los planetas que se mueven en su orden regular testifican que hay un Creador Supremo” (Alma 30:44; cursiva agregada).
Que lo que viene a continuación—no mis palabras, sino las contundentes palabras de las escrituras junto con algunas impresionantes imágenes—aporten asombro y reverencia acerca de las maravillas que han efectuado el Padre y el Hijo para bendecirnos.
Bajo la dirección del Padre, Cristo fue y es el Señor del universo, “el mismo que contempló la vasta expansión de la eternidad” (D. y C. 38:1; cursiva agregada).
El difunto Carl Sagan, quien impartió conocimientos eficazmente sobre la ciencia y el universo, perceptiblemente observó que en algunos aspectos, el asombro provocado por la ciencia ha superado con creces al de la religión. ¿Cómo es que casi ninguna de las principales religiones ha contemplado a la ciencia y llegado a la siguiente conclusión, “¡Esto es mejor de lo que pensamos! El Universo es mucho más grande de lo que dijeron nuestros profetas—más grandioso, más sutil, más refinado. Dios debe ser incluso más grande de lo que hemos soñado”? En cambio, dicen, “¡No, no, no! Mi Dios es un Dios pequeño, y quiero que permanezca así”. Una religión, antigua o nueva, que resaltara la magnificencia del Universo según lo revela la ciencia moderna, podría extraer reservas de reverencia y asombro apenas explotadas por las religiones convencionales. Tarde o temprano, surgirá tal religión.2
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Este discurso se dio en la conferencia anual número veintiséis de educadores religiosos del Sistema Educativo de la Iglesia, el 13 de agosto de 2002, en la Universidad Brigham Young.
La educación religiosa de nuestros jóvenes y jóvenes adultos en nuestros seminarios e institutos de religión, nuestras escuelas, escuelas superiores y universidades de la Iglesia, es uno de los programas más eficaces y productivos de la Iglesia.
Aunque el deber de ustedes es servir a la “nuevas generaciones”, confío en que su deber se haya convertido en su placer. Gracias, ¡desde lo más profundo de mi corazón! Y gracias también al hermano Randy McMurdie, que ayudó tanto con los arreglos de las ayudas visuales especiales.
Quiero agradecerle al Profesor Eric G. Hintz de la Universidad Brigham Young, astrónomo observacional, por sus sugerencias tan útiles y sustanciales en cuanto a estos comentarios. Por medio de él, he tenido el placer de tener conocimiento del creciente número de alumnos Santos de los Últimos Días que están estudiando astronomía y astrofísica avanzadas. Para ellos y para todos nosotros, estas palabras de Anselmo constituyen un buen consejo: “Creer a fin de entender”, en lugar de “Entender a fin de creer”.1 Yo, y sólo yo, soy responsable de lo que digo. Mi tema es “El Cosmos de nuestro Creador”.
Suplico la ayuda vital del Espíritu al hablarles como Apóstol y no como astrofísico. Como testigo especial, hablaré del testificante universo: “Las Escrituras están delante de ti; sí, y todas las cosas indican que hay un Dios, sí, aun la tierra y todo cuanto hay sobre ella, sí, y su movimiento, sí, y también todos los planetas que se mueven en su orden regular testifican que hay un Creador Supremo” (Alma 30:44; cursiva agregada).
Que lo que viene a continuación—no mis palabras, sino las contundentes palabras de las escrituras junto con algunas impresionantes imágenes—aporten asombro y reverencia acerca de las maravillas que han efectuado el Padre y el Hijo para bendecirnos.
Bajo la dirección del Padre, Cristo fue y es el Señor del universo, “el mismo que contempló la vasta expansión de la eternidad” (D. y C. 38:1; cursiva agregada).
El difunto Carl Sagan, quien impartió conocimientos eficazmente sobre la ciencia y el universo, perceptiblemente observó que en algunos aspectos, el asombro provocado por la ciencia ha superado con creces al de la religión. ¿Cómo es que casi ninguna de las principales religiones ha contemplado a la ciencia y llegado a la siguiente conclusión, “¡Esto es mejor de lo que pensamos! El Universo es mucho más grande de lo que dijeron nuestros profetas—más grandioso, más sutil, más refinado. Dios debe ser incluso más grande de lo que hemos soñado”? En cambio, dicen, “¡No, no, no! Mi Dios es un Dios pequeño, y quiero que permanezca así”. Una religión, antigua o nueva, que resaltara la magnificencia del Universo según lo revela la ciencia moderna, podría extraer reservas de reverencia y asombro apenas explotadas por las religiones convencionales. Tarde o temprano, surgirá tal religión.2
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