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Lloremos con los Santos

Lloremos con los Santos


por el obispo Glenn L. Pace
Segundo Consejero del Obispado Presidente
Liahona Abril 1989
Basado en un discurso dado en la Universidad Brigham Young, Provo, Utah.

Hace algunos años escuché un canto popular que decía: “Pre­fiero reír con los pecadores que llorar con los santos”. Mi reacción in­mediata al escuchar esas palabras fue la de enfadarme, pero al día siguiente, cuan­do volví a escuchar la canción, me reí de mí mismo al comprender por qué esas palabras me habían enfadado tanto. El he­cho era que había mucha verdad en ellas.

Cuando yo estaba en la escuela pri­maria, mis padres me hacían ir a la Igle­sia los domingos, mientras otros niños se iban al cine. En los primeros años de la secundaria, mientras otros muchachos dormían hasta las doce del medio­día, yo recogía las ofrendas de ayuno. Cuando co­mencé a trabajar, mientras terminaba mis estudios se­cundarios, yo no lo hacía los días domingos, que pag­aban mucho más, sino que guardaba el día de reposo. Durante mi misión, mi compañero y yo recorríamos las calles los sábados por la noche, buscando a quién enseñar, mientras otros jóvenes de nuestra edad se paseaban, tomados de la mano con sus novias, y se reían y nos miraban, extrañados, preguntándose: “¿Quiénes son esos?”


De recién casados, mi esposa y yo asistíamos a la Iglesia los domingos con nuestros inquietos niños. El domingo en que en los Estados Unidos de Nor­teamérica se jugaba —y aún se juega— el partido de fútbol americano más importante del año, mientras el resto del país comía, bebía y vitoreaba a los juga­dores, nosotros tratábamos de alentar a nuestros hijos a escuchar las palabras de un miembro del sumo con­sejo de la estaca que visitaba el barrio. Otras veces, al detenernos en un semáforo en nuestro viejo y des­tartalado auto, advertíamos a nuestro lado un auto último modelo, ocupado por una pareja con una “aceptable” cantidad de niños vestidos a la última moda, quienes veían con lástima a mis seis hijos por ir vesti­dos con ropa sencilla que comprábamos en una tienda de segunda mano.

Pero el año pasado me sentí suma­mente frustrado cuando al asistir a un concierto de música popular de la Uni­versidad Brigham Young, al que mis hi­jos me habían invitado, el cantante anunció la canción que mencioné anteriormente y dijo: “No trato de con­vertir a nadie; simplemente les estoy dando una alternativa”. Mi deseo hu­biera sido subir al escenario, arrebatarle el micrófono y decirles a todos lo que opinaba al res­pecto; pero eso hubiera horrorizado a mis hijos, por lo que me contuve.

La aseveración de “los pecadores ríen mientras los santos lloran” es una simple y sencilla manera de afrontar la vida, demasiado simple, tan simple que pasa por alto la realidad. Algunos pecadores dejan tras de sí un rastro de vidas desechas y mucho derramamiento de lágrimas, mientras que nosotros, los miembros de la Iglesia, no hay duda de que también reímos. De todas maneras, tanto para los santos como para los pecadores, todo aquello que tiene verdadero signifi­cado en la vida no necesariamente tiene que ser di­vertido. Sin embargo, ¿no hay momentos en que pa­rece que aquellos que no hacen ningún esfuerzo por vivir de acuerdo con las normas de la Iglesia disfrutan más de la vida que los que sí lo hacen?


Parecería que al ser miembros de la Iglesia nuestra vida estuviera controlada por mandamientos, expecta­tivas, servicio, sacrificio y obligaciones económicas.

En el mundo en cambio vemos gente que no tiene ninguna de esas llamadas restricciones. Gente que pasa en la casa con su familia mucho más que los lunes por la noche y que cuenta con un diez y un quince por ciento más de su dinero para gastar. Des­pués de que los miembros pagan sus obligaciones eco­nómicas a la Iglesia, no pueden darse el lujo de gastar en nada indebido.

Seamos honrados con nosotros mismos: los santos lloramos en verdad, y no poco. Pero no hay nada que valga la pena que se consiga fácilmente. La felicidad celestial que perseguimos no se alcanza sin esfuerzo.

En medio de las tribulaciones

Muchas veces, cuando nos encontramos en medio de nuestras tribulaciones, exclamamos: “¿Qué hice de malo para que me pasara esto?” Pero recordemos que la mayoría de las veces las tribulaciones nos so­brevienen, no por estar haciendo algo indebido sino, por el contrario, por estar haciendo lo correcto. Nos estamos esforzando por conseguir la purificación y la santificación que nos lleve a la exaltación. Todos de­bemos pasar por cierta cantidad de fuego para ser es­píritus moldeables en las manos del Señor.

La vida de José Smith es un ejemplo de este prin­cipio. Por lo que sabemos, no hubo un período más negro en su vida que el invierno de los años 1938-1939, en el que estuvo prisionero en la Cárcel de Liberty. Los miembros de la Iglesia sufrían perse­cución, robo y asesinatos, y entre sus filas cundía el desacuerdo y la apostasía.

Posiblemente nos sentimos inclinados a subestimar el sufrimiento del Profeta. No me estoy refiriendo a la frialdad de la cárcel sino a su desaliento. Quizás pensemos que podía mitigar su angustia el recuerdo de haber visto al Padre y al Salvador y el poder evo­car las visitas de Moroni, Juan el Bautista, Pedro, Santiago, Juan y una hueste más de otros mensajeros celestiales.

Pero en realidad, es posible que ese conocimiento haya intensificado su dolor. Después de todo, José tenía un conocimiento perfecto de que Dios lo libra­ría. Fue entonces que José clamó al Señor, diciendo: “Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?” (D. y C. 121:1.)

A ese agonizante ruego, el Señor contestó: “Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento” (D. y C. 121:7). Luego agregó: "... entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia y serán para tu bien” (D. y C. 122:7).

¿“Para tu bien”? ¿Qué bien se puede obtener de una experiencia como esa? B. H. Roberts, Autoridad General de los días de José Smith, nos brinda su per­cepción del posible bien que se puede recibir al pasar por una experiencia de esa naturaleza, al relatar la reacción del Profeta ante una situación similar vivida .en el año de 1842:

“. . . las pruebas de la vida son siempre benefi­ciosas cuando no endurecen y brutalizan el alma de los hombres. Parece que cada día que pasa, bajo el peso de sus pruebas, el Profeta se vuelve más bonda­doso y susceptible, más compasivo por los demás; sus momentos de exaltación espiritual son extraor­dinarios. Nadie que lea lo que escribe puede dudar que es la inspiración de Dios la que le da com­prensión al espíritu de ese hombre.” (José Smith, History of the Church, 7 tomos, Salt Lake City: De­seret Book Co., 1978, tomo 5, pág. 28.)

Después que el Señor le dijo a José “. . . todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien”, agregó: “El Hijo del Hombre se ha sometido a todas ellas. ¿Eres tú mayor que él?” (D. y C. 122:8.)

Parte de la razón por la cual el Salvador sufrió en Getsemaní fue para poder obtener una compasión in­finita por nosotros cuando estuviéramos pasando por nuestras pruebas y tribulaciones. Por medio de su su­frimiento en Getsemaní, el Salvador adquirió la per­fección necesaria para poder juzgarnos. Ninguno de nosotros podrá acercarse a Él el día del juicio final y decirle: “Tú no sabes cómo es”. El conoce la natura­leza de nuestras pruebas mejor que nosotros mismos porque El “se ha sometido a todas ellas”.

Mientras un Padre Celestial miraba a su amado Hijo sufrir en el Jardín de Getsemaní, éste clamaba: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).

¿Podemos imaginar las lágrimas que derramó el Padre cuando tuvo que negarle a su Hijo lo que le pedía? ¿Podemos llegar a comprender las lágrimas sa­gradas que debe de haber derramado el Padre cuando tuvo que abandonar al Salvador en la cruz y oírlo decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has de­samparado?” (Marcos 15:34.) Y entonces, en el mis­mo momento en que Dios el Padre y su Hijo Jesu­cristo lloraban, los pecadores reían.

Nuestro propio Getsemaní

Todos debemos pasar por nuestro propio Getsemaní, o sea por pruebas fundamentales. Proba­blemente, tanto para un santo como para un pe­cador, no haya un Getsemaní más grande que la muerte de uno de sus hijos. Conozco a un hombre que minutos después de enterarse de que su hija de diez años había tenido un accidente mortal, le es­cribió una carta. Adviértase de qué manera el Getsemaní de este pobre hombre se convirtió en una ex­periencia santificadora debido a su conocimiento del evangelio y el don que recibió del Consolador. Com­paren su reacción con la que pudo haber tenido si no hubiera poseído la luz del evangelio. Con su permiso cito a continuación lo que escribió:

“Si te está permitido escuchar, quisiera expresarte lo que tu papá piensa en estos momentos de dolor y gozo por los que él y tu mamá están pasando.

“Tú has sido un ángel de luz en nuestro hogar.

Aún en tu partida has santificado ese momento por medio del dulce dolor de esta separación temporal. Sentado en el cuarto de este hotel, a muchas millas de distancia de nuestra casa y apenas unos momentos después de haberme enterado de tu muerte, tengo la certeza de que tú estás realmente en el hogar. Es reconfortante saber que las limitaciones físicas que te aquejaban y que tú aceptabas y vivías dulcemente, sin protestar, no te son ahora un impedimento.

“Mamá, tus siete hermanos y yo nos hemos con­vertido en mejores personas gracias a tu arribo a nues­tro hogar. En seguida de que naciste, debido a la atención y al cuidado médico que necesitabas, nos enseñaste a aceptar y a enfrentar el miedo y lo des­conocido; a amar más a las personas que sufren de problemas físicos, emocionales o mentales y a pre­guntar, y suplicar a nuestro Padre, a quien tú hoy co­noces mejor que nosotros. A medida que creciste nos enseñaste lo que es la determinación. Aun cuando era lógico que derramaras la leche, nunca lo hiciste, Con gran determinación luchabas con la matemática, y tu ortografía era un noventa y siete por ciento co­rrecta. Te sentabas a leer con tu mamá todas las noches sin protestar. Sé que hicimos todo lo posible para ayudarte a aprender, pero lo que tú nos enseñaste no se encuentra escrito en los libros, ni se puede es­cribir, porque es demasiado sagrado para describirlo.

“Oramos por todos los que el Señor espera que todavía permanezcamos por un tiempo más sobre la tierra. Nuestra oración es que podamos ser dignos de volver a reunimos contigo y verte completa y per­fecta. ¡Oh, cómo hubiéramos querido que te hubieras quedado con nosotros! ¡Cómo quisiéramos oírte decir ‘te quiero mucho’, como solías decirlo! ¡Qué emo­cionante sería para nosotros sentir nuevamente tu apretado abrazo! ¡Oh, cuánto lo desearíamos, espe­cialmente hoy!”

El fuego purificador

Mientras derramamos nuestras lágrimas en nuestros propios Getsemaní, mientras otros ríen con los peca­dores, no maldigamos el fuego purificador en el que nos encontramos. Nuestros problemas y vicisitudes se nos han designado divinamente y ellos son los que terminarán de perfeccionarnos. Los miembros de la Iglesia no tratamos de buscar las cosas desagradables de la vida, ni el dolor ni el sufrimiento. Pero aún así, reconocemos que todos debemos pasar por pruebas y tribulaciones y que éstas nos ayudan a progresar hacia la santificación y la exaltación.

He hablado hasta ahora de lágrimas de dolor y su­frimiento. Ahora voy a hablar de otra clase de lágri­mas, aquellas que solamente los santos derraman, y que nunca podrán derramar los pecadores.

Mientras servía en la presidencia de un quorum de élderes, trabajamos con varias familias que no eran muy activas. En una entrevista personal con una de las parejas, les pregunté si no pensaban que ya era tiempo de que fueran con su familia al templo.

¡No lo podía creer cuando me contestaron que sí!

Fue entonces que lloramos.

En la sesión de la noche del sábado de una confe­rencia de estaca se les pidió que hablaran sobre su “conversión”. Mientras lo hacían y expresaban su amor, volví a llorar. Yo pensé que ya no me queda­ban más lágrimas, hasta que fuimos al templo y los vi junto a sus hermosas hijas arrodillados en el altar mientras los sellaban por tiempo y eternidad.

Poco tiempo después de recibir mi llamamiento al Obispado Presidente, recibí una carta de uno de mis tíos en la que me decía: “Querido Glenn. Te vi en televisión el domingo pasado. ¿Te das cuenta del gran logro que fue hacer que el viejo pecador de tu tío mirara la conferencia general?”

Ese verano él y mi tía celebraron sus bodas de oro. Al terminar la fiesta que hicieron en su honor, mien­tras los acompañaba hasta el auto, les dije: “Cuan­do ustedes quieran podemos encontrarnos en el Templo de Salt Lake. Yo estaría encantado de se­llarlos allí”.

Un año después, al volver una noche tarde a casa, encontré un mensaje que decía: “Por favor, llama a tu tío, no importa a la hora que llegues a casa”.

Cuando lo llamé, me dijo:

—Glenn, te llamé para que cumplas la promesa que nos hiciste el día de nuestras bodas de oro, de sellarnos en el Templo de Salt Lake.

— ¿Estás hablando en serio? ¿Cuándo? —le pregunté incrédulo.

—En diciembre. Mi obispo piensa que estaré lo suficientemente preparado para ese entonces —contestó mi tío.

Los sellé el uno al otro y luego sellé a dos de sus hijos a ellos. Después de cincuenta y un año de ca­sados, mis tíos recibieron las bendiciones del templo y por ese motivo toda la familia lloró de felicidad.

El Presidente también lloró      

Un día, luego de pasar algún tiempo enfermo, el presidente Ezra Taft Benson se puso de pie delante de las Autoridades Generales de la Iglesia, en la reunión mensual que se celebra en el templo. Era la primera vez en dos meses que nos reuníamos con él. Luego de expresar el cariño que sentía por nosotros, nos dijo: “Hermanos, me siento tan feliz de estar nuevamente con ustedes”, y prorrumpió a llorar.

Al final de Su visita al pueblo de Nefi, el Salvador pudo percibir el amor y la fe que tenían hacia Él, y por ello se sintió sumamente con­movido. Apenas terminó de anunciarles que debía partir, cuando al mirar al pueblo a su alrededor “vio que estaban llorando, y lo miraban fijamente, como si le quisieran pedir que permaneciese un poco más con ellos.

“Y les dijo: He aquí, mis entrañas rebosan de compasión por vosotros” (3 Nefi 17:5-6).

Luego sanó a los enfermos, y los que Él había aliviado “se postraron a sus pies y lo adoraron; y le bañaron los pies con sus lágrimas” (3 Nefi 17:10).

Jesús entonces les “mandó que trajesen a sus niños pequeñitos.

“De modo que trajeron a sus niños pequeñitos, y los colocaron en el suelo alrededor de él. . .

“...y les dijo: Benditos sois a causa de vuestra fe. Y ahora, he aquí, es completo mi gozo.

“Y cuando hubo dicho estas palabras, lloró... y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y les bendijo, y rogó al Padre por ellos.

“Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo” (3 Nefi 17:11-12; 20-22).

El élder Bruce R. McConkie habló sobre las lágrimas en una conferencia general, unas pocas semanas antes de su muerte. En uno de los tes­timonios más poderosos que jamás he oído, ese testigo especial que comprendía perfectamente que su estadía en esta tierra estaba llegando a su fin dijo:

“Y con respecto a Jesucristo, testifico que es el Hijo del Dios viviente y que fue crucificado por los pecados del mundo. “Él es nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Rey.

“Esto lo sé por mí mismo, independiente de cualquier otra persona.

“Soy uno de sus testigos, y en un día cercano palparé las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies y bañaré sus pies con mis lágrimas.” (“El poder purificador de Getsemaní”, Liahona, agosto de 1985, pág. 11.)

Los que pudimos escuchar personalmente al élder McConkie pronunciar ese magnífico discurso po­demos testificar que lo vimos derramar lágrimas, mientras todavía se encontraba de pie en el púlpito. No eran lágrimas de dolor, sino lágrimas de felicidad al pensar en la bendición que le aguardaba.

Un día antes de que el élder McConkie diera su discurso, yo recibí mi llamamiento al Obispado Presidente. Un día después de haber escuchado sus palabras, a las cinco de la mañana de un domingo de Pascua, yo preparaba el discurso que debía dar esa tarde. Al reflexionar sobre la hermosa oración del élder McConkie, me sentí abrumado por mis debilidades y limitaciones. De todas maneras, al co­menzar a comprender lo que había tenido lugar en mi vida, una paz, una confianza y un gozo eterno reemplazaron mis dudas. Y entonces lloré.

Fue en ese entonces que escribí las palabras que ahora me parece apropiado repetir:

“Amo a nuestro Señor Jesucristo. Aprecio la transformación que ha ocurrido en mí gracias a su Expiación. . . Aunque una vez me encontré en tinieblas, ahora veo la luz. Así como una vez perdí la fe, ahora sé que todo es posible con la ayuda del Señor. Una vez sentí vergüenza y ahora Él me ha llenado con su amor hasta consumir mi carne (2 Ne­fi 4:21). Me ha envuelto entre los brazos de su amor (2 Nefi 1:15).” (“Iré y haré lo que el Señor ha mandado”, Liahona, agosto de 1985, pág. 76.)

Me siento hoy de la misma forma que en aquella tarde de domingo de Pascua. Y ese conocimiento hace que el llanto brote de mis ojos.

¿Preferiría yo reír con los pecadores que llorar con los santos? No, en ningún momento. Una vez que se siente el gozo que trae el evangelio, no hay forma de querer volver a las frivolidades del mundo. Hagamos lo que hagamos, y vayamos donde vayamos, existe un vacío que toda la risa del mundo no puede llenar. Ese vacío sólo podemos llenarlo cuando estamos en armonía con las verdades eternas y vivimos de acuerdo con las leyes prescritas por Dios.

Al aumentar nuestro conocimiento, nos damos cuenta de que las lágrimas de dolor son hermosas, y que finalmente ellas darán paso a las lágrimas de gozo eterno.

El mundo tiene un conocimiento muy limitado del verdadero gozo. Agradezco a Dios la restauración del evangelio, el cual nos ha hecho comprender lo que es la verdadera felicidad y cómo podemos obtenerla, y es mi oración que todos nosotros podamos descubrir la majestuosidad de poder llorar con los santos. □

Basado en un discurso dado en la Universidad Brigham Young, Provo, Utah.